RETIRO


Salí de la reunión, con la pesadumbre que produce el no saber cuál sería el camino correcto. No pude remediar volver a repasar el material, ordenándolo mentalmente, espolvoreando mis manos en magnesio. Miré a Joan, intenté mostrar decisión, le solté un “voy” y me arrojé a lo desconocido.
El contacto de los dedos con la roca me fue llevando al adictivo trance donde todo lo que te envuelve va perdiendo importancia. Pies y manos fueron entrando en diálogo, solo enturbiado por mis miedos. Ese pie no es suficiente bueno, la roca parece rota, el seguro empieza a estar lejos.
Un bicoin del número 3 bien trabado en una fisura, con un buen reposo de manos, me llevó a la casilla de inicio, a la tranquilidad de la reunión.
Estoy en una pequeña repisa grité buscando la complicidad de Joan. He puesto un bicoin a cañón y no veo claro si reseguir la fisura rota o flanquear por debajo del desplomillo. 
Tú verás, Ramón me respondió con voz ronca, la reunión está sólida y la caída se ve limpia. Callé. Miré hacia la fisura, las posibles repisas, el seguro. Repasé el material y volví a meter la mano en la bolsa de magnesio. No quiero caer, me hace puta gracia pegarme un talegazo, pensé
¡Joan, salgo, ves al loro! Me decidí por la fisura, no es que tuviera muy buena pinta, pero intuí un par de emplazamientos para poderme asegurar.
Un ruido lo apartó de la pantalla, miró hacia la ventana y no pudo remediar que su vista se perdiera en el horizonte. Se sentía afortunado de vivir en esa casa.
Empujó con ambas manos las ruedas, giró la silla y se dirigió hacia la terraza. Pasar el linde de la puerta era como saltar al vacío. Ante él aparecían de repente las altivas moles rocosas, rasgadas por innumerables tormentas. La de la derecha, el Puig del Quer: a pesar de sus dimensiones, su aspecto embrionario le dejaba fuera de panorámica, y es allí donde se debatían la Roca del Ordiguer y la Roca Verda.
No podía evitar que su mirada se decantara hacia esta última. Arrogante, consciente de su belleza, a la vez que envidiosa de una hermana más afable, con mayor demanda de cortejo. Todavía hoy en día se estremecía por su belleza, sin poder evitar quedarse ensimismado frente a esos imponentes bastiones.
Ramón, de tez morena, nariz aguileña, larga melena y figura espigada había pasado gran parte de su infancia bajo esa sierra. Viendo como llegaban alpinistas con la intención de escalar aquellas altivas torres, absorto por su material e indumentaria. Deseoso de llegar algún día a vestir y enriscarse como ellos.
Recordaba como los fines de semana los esperaba en el aparcamiento, a primera hora de la mañana. Le gustaba acompañarlos hasta el Prat del Cadí, insistiendo para que le dejaran cargar algo de material. Algún escalador accedía y le pasaba la cuerda, burlandose de la orgullosa actitud que adoptaba.
Las primeras luces del día ya encontraron a Ramón en su terraza sentado en su inseparable silla de ruedas, totalmente inmerso en el cuadro que ya hacía cuatro años empezó a pintar.
Si bien siempre había mostrado destreza en el trazo y sus reseñas de escalada habían sido reconocidas por todo el mundillo montañero, nunca se había planteado el salto a los lienzos y no lo habría hecho si no hubiese sido por el accidente.
De alguna manera la pintura le había permitido seguir con minuciosidad las líneas de las rocas. Aunque fuese con la vista, las podía recorrer, imaginar sus agarres, sus reposos, recordar todas las hazañas que había experimentado en sus entrañas.
Como cada día, se levantó temprano para poder contemplar la pared iluminada. La disciplina era importante para reconocer su estado emocional. Tras una dura rehabilitación, consiguió un cierto grado de autosuficiencia para poder llevar una vida, digamos, normal, que de alguna manera lo fue perpetuando a la soledad.
Encendió un cigarro de liar, aspiró profundamente y exhaló niebla sobre la pared. Una vez más se sintió lejos y solo. Al principio, con el accidente, las visitas de los compañeros fueron abundantes. Los mensajes y las llamadas de apoyo, tal como vinieron, desaparecieron. Lo más duro fue la rehabilitación, la ruta más difícil de su vida. Una escalada donde por suerte tuvo a Rosa como compañera. En ese momento todo se aceleró. Pasaron de vivir la relación en la distancia, a compartir las veinte y cuatro horas del día. Rosa estaba allí para lo que hiciese falta.  Fue un año en la ciudad, lejos de todo. Para volver al pueblo y ver como cada día que pasaba, Rosa se iba apagando. La decisión de volver al pueblo no la pudo encajar, ni Ramón la de irse a vivir a otro lugar.
Una mañana de otoño, desde la terraza observó con lágrimas en los ojos como su amada y fiel compañera marchaba con sus maletas. Su figura desapareció de la postal de sus montañas y de esa manera, ese mismo día sin la presencia de Rosa, decidió empezar a pintarlas.
Por suerte aquel día en que todo invitaba a empezar mal, aparecieron en el pueblo unos montañeros. Últimamente llegaban en cuentagotas. Uno de ellos se dirigió a él, preguntándole si había algún bar abierto para tomar un café, ya que se habían encontrado el del pueblo cerrado.
Tendríais que bajar hasta la carretera principal. No os sale a cuenta. Subid, os invito yo.
Los jóvenes no tardaron en aceptar con una sonrisa, y sin que apenas se diese cuenta se los encontró en la terraza con todos sus enseres en el suelo. Cuánto tiempo hacía que en esa terraza no se veían cuerdas, sobre todo en aquellos días en que la escalada los había sorprendido con tormenta.
Acabo de poner la cafetera al fuego, tardará un rato comentó Ramón, mientras esquivaba con la silla las mochilas—. ¿A qué vía vais? añadió.
A la Cerdà-Pokorsky de la Roca del Migdia, pero no tenemos muy claro por dónde se llega. Es la primera vez que escalamos aquí. Bueno, es la primera vez que nos metemos en este tipo de terreno de aventura respondió poniendo cara de circunstancia.
Siempre hay una primera vez —comentó Ramón riendo a carcajadas. Os podéis servir vosotros mismos, en la cocina encontraréis de todo y si me traéis uno largo sin azúcar para mí, os lo agradeceré.
El más fornido y menos hablador se levantó como una bala hacia la cocina.
Las vistas desde este lugar son acojonantes dijo el joven con aires de maniquí
Lo son, llevo aquí toda la vida mirándolas.
Aprovechando la entrada del compañero y el reparto del café, Ramón se situó en el lugar estratégico de la terraza para poderles indicar bien la ruta.
Acercaos al cuadro, que os explicaré por dónde va la vía. Veis, esta es la Roca Verda, por aquí pasa la canal del Cristall y esta otra torre es la Roca del Migdia, donde se encuentra la vía que queréis escalar. La Cerdà-Pokorsky comienza aquí, en este diedro. Señaló un punto en el lienzo, para seguidamente trasladarlo a escala real con el dedo. Esta fue la primera vía abierta en el Cadí. El 11 y 12 de octubre de 1959. El mismo año que se abrió la Carrete-Nieman en la Roca Verda. Esta que va por aquí. La vía comienza en diagonal por estas terrazas fáciles, hasta llegar a la canal. Es a partir de esta cueva donde empiezan las dificultades. No es difícil pero impresiona, la vía está catalogada de IV grado.
Vaya, una tartera dijo el cachitas.
Aquí se escala más con los pies que con las manos replicó Ramón indignado. Muy al loro con los tramos fáciles, ya que es donde la roca está más rota. ¿Qué material lleváis?
Un juego de Friends y otro de tascones.
No es suficiente, os dejaré un par de Friends más, para que repitáis números. Veis este largo —dijo volviendo a señalar el lienzo, todavía en un tono indignado. El séptimo largo es clave, aquí hay un par de pasos finos, necesitareis meter material a cañón.
Dicho esto, prácticamente sin mirarlos, se metió en el piso.
Que mal rollo el tío, ¿no?  Verlo en la silla de rueda te quita las ganas de ir a escalar.
Un poco plasta el pavo.
Un clásico, yo lo encuentro alucinante. Esta vía se abrió en el 59.
¡Serás poeta! a mí no me expliques rollos, dame cacho y tira millas.
Volvió a entrar Ramón en la terraza con los Friends en el regazo.
Tened, os harán falta. Ya me los devolveréis a la vuelta. Yo no me moveré de aquí. Sé que ahora son de vástago flexible, os harán el servicio igualmente.
Volviendo a su lugar preferido, Ramón levantó el brazo y señaló la cima de la Roca del Migdia diciendo:
Para descender, tenéis que remontar hasta la cima, allá encontrareis unos hitos que os llevarán hasta unas terrazas. Seguid por ahí hasta meteros en esa canal, la del Cristall. Depende del año te lo puedes encontrar más jodido o no. Con la calma bajareis bien.
Las prisas se entremezclaron con los nervios en aquellos jóvenes alpinistas, despidiéndose cada uno a su manera, agradecidos, asegurando que le devolverían el material.
Ramón, con el semblante gélido, se despidió de ellos, deseándoles mucha suerte y agradeciéndoles internamente su compañía. Esperó a verlos salir, tal como él había hecho tantas veces, con aquella vitalidad y empuje que su cuerpo le obligó a apagar. Los resiguió con la mirada, hasta que la iglesia los engulló al final de la calle.
No pudo remediar volver a pensar en el momento anterior a su caída, momento en que su vida se quedó en blanco, incapaz de recordar.
 ¡Salgo, ves al loro! dijo sin estar convencido del todo.
Se dirigió hacia la fisura. El reposo y el buen seguro emplazado le dieron las alas suficientes para afrontar el siguiente tramo. Presas pequeñas y pies raros le fueron guiando con amplios pasos durante varios metros sin poderse proteger.
Al llegar a la fisura, con los antebrazos inflados, se encontró que el agujero que creía poder utilizar para poner el seguro, era prácticamente ciego. Intentó un par de veces colocar algo, un Alien verde, un Tricam. No hubo manera.
Joan podía oír desde la reunión como se incrementaba su respiración, resultando más forzada. Ramón intentaba buscar un reposo, cambiando de agarre, no sin soltar algún gemido.
Joan, esto es una mierda, no puedo poner nada y no tengo marcha atrás.
Tranquilo Ram, respira, mira bien a ver si encuentras algo un poco más arriba. Intentó calmarlo, aunque la experiencia ya le prevenía de la posible caída.
Ramón, sin pensarlo, avanzó un par de pasos más hasta unas presas laterales. Una pequeña rendija le sugirió la posibilidad de meter un pequeño bicoin. NO PODÍA MAS. Lo probó, parecía que aguantaba, pasó el mosquetón y se colgó de él con cuidado. Poco a poco fue dejando todo su peso, hasta que !zas¡: el vacío lo engulló, llegándose a oír su grito hasta en el pueblo.
¡Ramón!—gritó su compañero desde la reunión, todavía recuperándose del latigazo, agarrado con fuerza a la cuerda en tensión. Se hizo el silencio y volvió a repetir su nombre unas cuantas veces más. En ese instante, el entorno se congeló, todavía más imponente y grandilocuente, tal como el lienzo mostraba. Sin espacio para la emoción, ni rastro humano.
Aturdido, entró en razón al ver sus manos temblando, observó con la mirada perdida, sin saber exactamente donde se encontraba. Detalles como la puerta, las mazorcas de maíz, las pinturas lo fueron devolviendo a la calma. Ese constante intento por recordar esa pequeña porción de su vida, le hacía sentir como si estuviera inacabada. Con movimientos torpes se dirigió al cuadro, cogió el pincel alzando la mirada, y resiguió una vez más el trazo de un lienzo inacabado que nunca dejará de estar en blanco.

Comentaris

  1. Ufffff... Estremecedor y bonito a la vez... ¡Qué tensión!

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  2. Reflexa molt bé, el que ha passat per una situació semblant et felicito molt ben escrit.

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